Cada año decenas de niños recién nacidos son abandonados en los hospitales del país. Tras el parto, nadie los reclama. Solas, las guaguas permanecen en el hospital por meses mientras los tribunales deciden su suerte. Sin un adulto significativo que les entregue afecto y contención, quedan privadas de desarrollar un vínculo temprano, lo que tiene un impacto irreversible en su salud síquica futura. Un sicoanalista de niños en el Hospital San José ha decidido liberarlas de la angustia y entregarles un comienzo más estable y amoroso. Pero necesita voluntarios.
Por Gabriela García / Fotografía: Carolina Vargas / Producción: Camila Letelier
Paula 1157. Sábado 27 de septiembre de 2014.
15 de julio de 2014. De las 14 guaguas que están en las cunas de metal de la Unidad de Cuidados Mínimos del Hospital San José, hay una que lleva más tiempo en esa sala de paredes rosadas. Está en perfectas condiciones de salud, pero no es posible darla de alta. Se llama Diego (nombre que fue cambiado para resguardar la identidad del menor), tiene 24 días y fue abandonado tras el parto.
Diego nació el 22 de junio a las 10:02 de la mañana. Pesó 3.055 gramos y midió 50 centímetros. Su madre no quiso amamantarlo. Tampoco lo vistió. Fueron las matronas las que le pusieron un pilucho donado. Dos días después del parto su madre accedió a visitarlo. Se sentó al lado de la cuna. Lo miró de reojo. Pero no lo tomó en brazos. Apenas la mujer recibió el alta médica, se fue del hospital. Sin Diego.
Karina Martínez, la asistente social de Chile Crece Contigo –el programa estatal que entrega apoyo a los padres en riesgo social dentro del Servicio de Neonatología– cumplió con el protocolo. Esperó tres días que la madre volviera. Como no apareció, salió a buscarla. Preguntó por ella en el consultorio, pero la mujer no se había controlado jamás ese embarazo y no había señal de su paradero. Tampoco estaba en el domicilio que inscribió en su ficha médica. La madre de la mujer –es decir, la abuela de Diego– fue quien abrió la puerta y le explicó que su hija no vivía allí hacía cuatro años y que con los dos nietos que ya le cuidaba, estaba sobrepasada. No podía hacerse cargo de uno más.
Cuando Diego cumplió una semana, la asistente social consignó su abandono ante un tribunal de familia. La magistrada emitió una medida de protección para el niño y analizó antecedentes de la biografía de la madre: causas por robo, consumo y tráfico de drogas y varios hijos de padres distintos, uno de ellos dado en adopción en 2010.
Al cabo de un mes, Diego sigue en el hospital esperando que el tribunal decida su suerte: si entregarlo a su familia de origen o declararlo susceptible de adopción. No tiene plazo para fallar. Las enfermeras calculan que podría tardar tres meses, lo más que ha demorado en otros casos similares. Pero podría ser más.
Diego está en su cuna arropado hasta la nariz, mirando el techo. Cada tres horas le dan la leche en mamadera y lo mudan. Una vez al día le toman la temperatura y le humectan los pliegues del cuerpo con algodones remojados en agua tibia. Pero mientras las otras 13 guaguas de la sala se quedan dormidas en brazos de sus madres, a Diego nadie lo besa, ni le canta, ni lo abraza.
–Este es un caso para el doctor Jaar. Tenemos que llamarlo inmediatamente–, dice con firmeza la pediatra jefa del programa Chile Crece Contigo, Giovanna Loguercio, al conocer la historia de Diego y constatar que pese a todos los expertos cuidados de puericultura, Diego está solo, inmensamente solo, en esa sala de paredes rosadas.
Durante meses el doctor Jaar acompañó a una guagua abandonada en el hospital, Javiera, para darle cariño y contención. Cuando la niña fue derivada a una fundación, le cerraron las puertas. El doctor sufrió, se deprimió y tuvo un espasmo de columna que lo dejó inmovilizado. “Si yo estoy sintiendo esto, qué estará sintiendo Javiera”, se preguntó. Por eso, ahora está generando un modelo con familias de acogida, donde el vínculo no termine abruptamente. En la foto, posa con otro bebé del establecimiento.
UN DOCTOR EN ACCIÓN Eduardo Jaar (56) es un siquiatra y sicoanalista especialista en la siquis infantil, fundador de un centro de estudios de la temprana infancia (Ceti), que asesora gratuitamente al Hospital San José desde hace una década. Los últimos 14 años ha hecho un trabajo de observación directa de guaguas y está convencido de que la contención emocional de los padres, a partir del nacimiento y en los primeros seis meses de vida, es determinante en el desarrollo cerebral del niño, por ser este el período en que las personas comienzan a sentar las bases de su identidad.
Según el médico, la soledad que experimenta una guagua abandonada, a la que nadie toca ni arrulla en sus primeros meses de vida, tendría un impacto muy severo en su desarrollo síquico futuro: desde gatillar una depresión o un trastorno de personalidad hasta cuadros de autismo o comportamientos delictuales.
Hace cuatro años, Jaar vivió una experiencia que lo marcó. Observaba durante una hora a los bebés prematuros de la Unidad de Neonatología del Hospital San José; se paseaba de un lado a otro en silencio y alerta a cada detalle de esos niños, fijándose si los padres manipulaban o no a la guagua, si le hablaban o dejaban de hacerlo, si desviaban su atención, y qué sentimientos circulaban en lo que llama “la triada”: padre, madre, hijo. Cuando terminaba una de esas jornadas, escuchó llorar a una guagua. Se acercó y vio que estaba sola en la cuna. Preguntó a las matronas dónde estaban los padres. Y se sorprendió con la respuesta. “No hay padres, la abandonaron”.
Jaar se quedó sin habla. Para él, que había estudiado los daños severos que se producen en la siquis de un niño cuando está privado del vínculo con una figura adulta estable y permanente en el tiempo, el profundo aislamiento de ese bebé le atravesó la piel y se le incrustó en los huesos.
“La soledad que experimenta una guagua abandonada, a la que nadie toca ni arrulla en sus primeros meses de vida, tiene un impacto muy severo en su desarrollo síquico futuro: desde sufrir una depresión o un trastorno de personalidad hasta cuadros de autismo y comportamientos delictuales”, dice el doctor Eduardo Jaar.
Devastado, se dirigió donde la pediatra Giovanna Loguercio para preguntarle cuántas guaguas al año eran abandonadas al nacer en esa maternidad. Ella contestó que en 2013 habían sido 9 y en 2012, 21. Una cifra que nadie podría considerar mínima, aunque la nublen las estadísticas en un establecimiento que atiende casi 8 mil partos al año.
También le explicó que el hospital no contaba con ningún protocolo de atención especial para esos casos, salvo la rutina de cuidados de las necesidades fisiológicas de las guaguas. El personal del hospital estaba acostumbrado a la situación. Jaar vio una catástrofe.
“Lo que me encontré fue un concepto que creía caduco pero que el siquiatra René Spitz inscribió en la literatura médica en 1946 como ‘hospitalismo’: un conjunto de alteraciones físicas y síquicas que padecen los niños a consecuencia de una prolongada hospitalización o institucionalización”, dice Jaar.
Para el sicoanalista el abandono de un lactante en un hospital es particularmente dramático pues el bebé pierde abruptamente contacto con los elementos que le eran conocidos: de estar absolutamente unido a su madre durante el embarazo y reconocer su tono de voz y sus ritmos cardíacos, pasa a un ambiente ajeno y extraño donde es manipulado por una diversidad de personas que si bien toman contacto con él, de ninguna manera reemplazan la presencia de un adulto comprometido.
“Los niños institucionalizados a tan corta edad sufren un doble traumatismo síquico: el abandono temprano de sus padres y la ausencia de una presencia única que les brinde sostén a sus angustias primitivas; lo que es esencial para el desarrollo de su mente. A pesar de que reciben los cuidados médicos, suelen evolucionar con un cuadro de retraso que compromete, a lo menos, el desarrollo sicomotor y el crecimiento pondoestatural (relacionado con la talla y los huesos). El vacío se expresa en un cuadro de Carencia Afectiva Crónica (cuadro de ansiedad acompañado del sentimiento de sentirse desamparado), que se deja ver durante la estadía en el hospital, y luego en la casa de acogida de menores”, explica Jaar.
Los efectos del hospitalismo, según el especialista, se expresan desde los primeros meses de vida: “sufren indiferencia al contacto afectivo con sus cuidadores, somnolencia, ensimismamiento, escasez de sonrisas y de vocalizaciones, desvío de la mirada, malestar al contacto corporal; después, aparecen daños como retardo en la motricidad y en el lenguaje; apatía, o, al contrario, irritabilidad y conductas impulsivas”. Luego, a estas manifestaciones se suman “la depresión del lactante, infecciones que se repiten, conductas alimentarias aberrantes como la anorexia, vómitos sicógenos; problemas severos del sueño”.
Todo esto ya es suficientemente dramático, pero lo que a Jaar le desespera es que para cuando los profesionales responsables hayan podido avanzar en el estudio de la familia de origen del niño y el juez de menores haya podido decidir con respecto a su familia definitiva, generalmente, cerca del año de vida del niño, “estas guaguas abandonadas en una sala de hospital ya presentarán un daño en la constitución de su siquis que podría ser irreversible”.
En 2012 tras conocer a esa primera guagua abandonada en el Hospital San José, Jaar se movilizó. Investigó sobre la realidad de las guaguas solas y se enteró de que algunas madres explicitaban su deseo de darlas en adopción, mientras otras sencillamente se largaban del hospital dejando allí al recién nacido; la mayoría de ellas eran de estrato social bajo, consumidoras de drogas y alcohol, con familias monoparentales desestructuradas, sin redes de apoyo.
“Algunos de estos niños no son ni siquiera inscritos en el Registro Civil por sus progenitoras por lo que no existen para el sistema y no podemos darles de alta sin que un juez nos autorice. Algunos se eternizan en el hospital y el equipo tiende a tratarlos como niños enfermos”, señala la doctora Agustina González, jefa de Neonatología del Hospital.
Jaar pasó noches en vela pensando en cómo aminorar el daño. Y se convenció de que esos niños sumidos en la angustia necesitaban de un acompañamiento, pero que debían brindarlo profesionales externos y no el personal del hospital, que está entrenado para poner una barrera entre sí mismo y sus pacientes. Necesitaba adultos dispuestos a entregarse a esas guaguas por entero, que no activasen sus mecanismos de defensa.
En abril de 2012 le presentó al Hospital San José un modelo piloto de intervención diseñado por él, que consiste en preparar a sicólogos, siquiatras y sicoanalistas ya titulados que quieran especializarse en infancia temprana en la Sociedad Chilena de Psicoanálisis-ICHPA, para ejercer como cuidadores temporales de esas guaguas durante su hospitalización, su estadía en la casa de acogida y hasta ser entregados a una familia definitiva.
El programa estipula que el cuidador visite a la guagua al menos una hora al día, idealmente en los momentos de vigilia y alimentación, y que se haga cargo del niño amorosamente: lo alimente, lo bañe, lo mude, le hable, lo acaricie, lo estimule y lo ayude a conciliar el sueño. Como lo haría una madre.
En coordinación con la Fundación San José, el acompañamiento afectivo puede durar entre 5 y 12 meses, durante los cuales el cuidador debe tomar apuntes después de cada visita y compartirlos una vez a la semana con siete especialistas que, además de testigos de la creación de su vínculo con el niño, lo preparan para la inevitable separación que llegará cuando el pequeño sea entregado a su familia definitiva.
“El bebé invariablemente va a despertarle al cuidador emociones intensas, por eso mientras él contiene al niño debe haber un equipo que pueda contener al cuidador. Al final del proceso, la separación será dura para ambos, pero más vale pagar ese costo, al costo de que el niño no tenga nada”, explica Jaar.
–¿Y ya tiene al cuidador?–, le preguntó Loguercio a Jaar en 2012, con ganas de empezar.
El doctor respondió sin titubear:
–El primer cuidador seré yo.
El equipo de profesionales que ha impulsado este programa en el Hospital San José. De izquierda a derecha: la doctora Agustina González, jefa de Neonatología; Giovanna Loguercio, pediatra jefa del programa Chile Crece Contigo y su matrona coordinadora, Verónica Valdivia.
JAVIERA, SOY TU CUIDADOR La guagua abandonada al nacer que acompañó el doctor Jaar, a fines de abril de 2012 y durante una estadía de tres meses en el hospital, se llamaba Javiera (su nombre ha sido cambiado para resguardar la identidad de la menor). Era una niña de pelo negro, menuda, de piel mate y facciones finas que pesaba 2,1 kilos y que él conoció cuando tenía 15 días de vida. Su madre la había visitado los dos primeros días y luego había desaparecido.
Javiera, que 48 horas antes de conocer al sicoanalista había estado en la UTI, conectada a oxígeno para contrarrestar un cuadro pulmonar agudo, había heredado de su progenitora una sífilis congénita y el síndrome alcohólico fetal, lo que indicaba que su madre había consumido altas dosis de alcohol durante el embarazo.
Cada noche, a las 21:30 horas en punto, Jaar iba a visitarla. La acariciaba y le hablaba constantemente. Quería que los ojos cafés de la pequeña lograran con el tiempo dar señales de que reconocían el timbre de su voz. Pero Javiera, al mes y medio, continuaba rehuyendo su mirada. Y aunque él la estimulaba con sonajeros y se la ponía en el pecho para que reconociera su olor, la niña no reaccionaba. Era excesivamente tranquila, no se quejaba, dormía mucho y no lograba interactuar. “Estaba en su mundo y yo, para ella, era uno más del servicio que la venía a alimentar. Ni siquiera balbuceaba, algo que ya debía estar haciendo al mes de vida”, recuerda Jaar.
El doctor comenzó a pensar que ya era muy tarde para eliminar de raíz el retraso en el desarrollo de Javiera, pero se empeñó en mitigarlo. Incorporó una técnica especial de masaje corporal a su rutina de cuidados y comenzó a bañarla los fines de semana. A los dos meses, Javiera comenzó a salir de su ensimismamiento. Y al tercer mes por fin lo miró a los ojos.
“Mientras el cuidador contiene al niño debe haber un equipo que pueda contener al cuidador. Al final del proceso, la separación será dura para ambos, pero más vale pagar ese costo, al costo de que el niño no tenga nada”, explica Jaar.
Estaban en eso cuando el tribunal dictaminó que Javiera fuera trasladada a una fundación donde estudiarían la posibilidad de que fuera adoptada. En esa fundación, a Jaar le cerraron las puertas.
“Me explicaron que los niños tenían sus necesidades resueltas en ese lugar y que no necesitaban de la presencia de un cuidador. Fue un dolor muy grande. Interrumpieron el proceso justo cuando estaba logrando sacarla del hospitalismo. ¡Nos había costado tanto!”, suspira.
Jaar sufrió. Se deprimió. Un espasmo en la columna lo dejó inmovilizado. Pensaba en que si a él le estaba pasando todo esto, qué sentiría Javiera.
Le siguió la pista a la niña. Pero luego de seis meses la niña fue dada en adopción y ya no supo más de ella. Aunque le dejó sus teléfonos a la fundación para que se los entregara a la familia que la recibiera, con la ilusión de contarles cómo habían sido sus primeras semanas de vida, nunca lo llamaron.
El doctor no olvida a Javiera, pero fue resiliente: había otras guaguas solas que necesitaban de un cuidador.
Siguió adelante con el programa y captó a otros cuidadores a través del taller de extensión en infancia temprana que dicta en la Sociedad Chilena de Psicoanálisis-ICHPA, donde empezó a formar especialistas en acompañamiento afectivo.
La primera cuidadora que formó es Rocío Ruiz (30), una sicóloga titulada en la Universidad de Chile, soltera y sin hijos, a quien preparó durante tres meses con clases teóricas sobre hospitalismo y siquis infantil. Rocío, además, se capacitó en puericultura y fue entrenada para internalizar que en la relación con el niño ella estaría solo de paso: su rol sería siempre de cuidador profesional y no de mamá. En julio pasado estuvo lista para cuidar a un recién nacido.
Ese bebé que le tocó cuidar, fue Diego.
Rocío Ruiz y Diego.
LA AMBIVALENCIA DE DIEGO Cuando Rocío se acercó al niño por primera vez, Diego llevaba un mes en el Hospital.
Cada mañana, a las 10:00, que es el horario en que a Diego le da hambre, Rocío llega al hospital a darle su mamadera. Y se queda dos horas con él. Le toma la temperatura, le saca los chanchitos y lo hace dormir en sus brazos. Al mes de esta rutina, Rocío notó cosas en Diego que le preocuparon.
“Diego es risueño. Desde un comienzo reaccionó con gestos y movimientos cuando le hablaba. Y me pareció un niño bien despierto, pues dos semanas después de acostumbrarnos el uno al otro, él me sentía llegar y estiraba los brazos para que lo tomara o si estaba llorando y yo le hablaba, él se calmaba. Pero hay veces en que siento que él se desconecta, que rehúye el contacto. Tiene las manos muy apretadas y aunque trato de abrírselas con masajes sigue empuñándolas”, dice Rocío.
Esas preocupaciones fueron planteadas en la reunión semanal que tiene con el doctor Jaar y su equipo sobre su acompañamiento. Rocío abrió su cuaderno y comenzó a leerle sus impresiones.
“Lo que tiene Diego se llama estado de ensimismamiento”, le explicó el doctor Jaar. “Puede ser que sea un mecanismo de defensa momentáneo hacia ti. Tú representas una figura ambivalente para él: Diego se alimenta de tu mirada, tú acoges sus ansiedades, y él atesora ese tiempo que pasa contigo e intenta que esa sensación le dure hasta la próxima vez que te vea. Pero no le alcanza. Por eso tal vez se desconecta y aprieta los puños. Lo que está haciendo el bebé es sostenerse a sí mismo a través de ese gesto, está haciendo una autocontención muscular”.
Al día siguiente, cuando Rocío volvió a ver a Diego le hizo cariño en la cabeza mientras dormía y le habló.
–Entiendo tu abandono. Entiendo la devastación que te provoca que tu familia de origen no te haya venido a ver–, le dijo dulcemente a la guagua. –Entonces, por primera vez, Diego abrió sus manos– cuenta Rocío.
Diego ahora tiene tres meses y fue trasladado a la Casa Belén, un centro de acogida para lactantes en Vitacura. Allá Rocío sigue acompañándolo. Y Jaar espera un nuevo llamado avisándole que hay una guagua sola a quien cuidar.
Pero tiene una preocupación. Le faltan cuidadores. Cuando le entregó Diego a Rocío tuvo que elegir cuál de tres guaguas abandonadas que habían en el hospital en ese momento sería beneficiada. Una decisión incómoda. Escogió a Diego porque era el que llevaba más tiempo abandonado, el que probablemente más necesitaba compañía. No tenía voluntarios para trabajar con los otros dos niños. Los está buscando. El suyo es un proyecto sin descanso. El año pasado lo presentó al Fondo Nacional de Investigación y Desarrollo en Salud y el Comité de Ética de la Investigación del Servicio de Salud Metropolitano Norte, lo consideró, unánimemente, “extraordinario por su importancia social y científica”.
Dice la doctora Loguercio: “Pudimos abrir los ojos a un problema que teníamos desde hace mucho tiempo, pero que no veíamos ni dimensionábamos, que nos sensibiliza. Y lo que pasa acá es muestra de una realidad nacional”.
En el Hospital Sótero del Río, donde existe un programa de colocación familiar, entre 6 y 7 niños al año son abandonados después del parto, informa Romina Bustos, asistente social de Chile Crece Contigo en dicha maternidad. En el San Juan de Dios, hay anualmente entre uno y dos casos, dice Solange Ávila, jefa de asuntos institucionales. Consultadas por Paula, las maternidades de los hospitales San Borja Arriarán, y Luis Tisné afirmaron tener casos también. No hay cifras globales, pero el Sename señala que de los 237 niños menores de un año que han ingresado a sus centros de acogida desde 2009, 107 lo hicieron derivados por solicitud de un establecimiento de salud.
“Diego es risueño y bien despierto. A las dos semanas de cuidarlo, me sentía llegar y estiraba los brazos para que lo tomara o si estaba llorando y yo le hablaba, él se calmaba. Pero hay veces en que siento que él se desconecta, que rehúye el contacto”, dice Rocío, su cuidadora.
Se pregunta Loguercio: “Si de la mirada de la madre depende que los niños se reconozcan como personas, ¿qué pasa con aquellos que siguen abandonados en los hospitales sin nadie que los acompañe?”.
* Se buscan familias para acompañar
El programa de Cuidadores Temporales no es el único con que el doctor Jaar quiere combatir los efectos del abandono en los recién nacidos. Ahora, para ampliar los efectos del acompañamiento afectivo, está pensando en un modelo de intervención con familias de acogida.
Se trata de un sistema distinto a lo que actualmente existe en algunas fundaciones de adopción y centros de acogida del país; en primer lugar, porque el programa de Jaar contempla familias voluntarias y no pagadas, como suele ser la norma. Y que estén dispuestas a vivir la experiencia solo una vez, para así asegurar que el acompañamiento al bebé sea un acto de entrega amorosa y no un modo de ganarse la vida o un trabajo rutinario. En segundo lugar, las familias que busca Jaar deben estar dispuestas a acompañar al niño primero en el hospital y solo después llevarlo a sus casas, donde deberán acogerlo hasta que el juez determine que sea entregado a una familia definitiva. Por último, el programa de Jaar ofrece a las familias voluntarias supervisión, asesoría y contención semanal por parte de un grupo de expertos multidisciplinarios.
El programa se está llevando a cabo en coordinación con el servicio de Neonatología del Hospital San José, el equipo de Chile Crece Contigo, Ceti y la Fundación Chilena de la Adopción. Se buscan familias con residencia en la Región Metropolitana, con hijos y en una situación económica estable que les permita dedicarle tiempo al cuidado del bebé. No pueden postular: familias en tratamiento de infertilidad conyugal; que anhelan adoptar un niño; que sufran un duelo reciente por la pérdida de una figura significativa, especialmente un hijo. Tampoco son candidatas las familias sin hijos ni las que hayan tenido una experiencia previa como familia de acogida temporal. Interesados escribir a: jaar.eduardo@gmail.com
Por Gabriela García / Fotografía: Carolina Vargas / Producción: Camila Letelier
Paula 1157. Sábado 27 de septiembre de 2014.
15 de julio de 2014. De las 14 guaguas que están en las cunas de metal de la Unidad de Cuidados Mínimos del Hospital San José, hay una que lleva más tiempo en esa sala de paredes rosadas. Está en perfectas condiciones de salud, pero no es posible darla de alta. Se llama Diego (nombre que fue cambiado para resguardar la identidad del menor), tiene 24 días y fue abandonado tras el parto.
Diego nació el 22 de junio a las 10:02 de la mañana. Pesó 3.055 gramos y midió 50 centímetros. Su madre no quiso amamantarlo. Tampoco lo vistió. Fueron las matronas las que le pusieron un pilucho donado. Dos días después del parto su madre accedió a visitarlo. Se sentó al lado de la cuna. Lo miró de reojo. Pero no lo tomó en brazos. Apenas la mujer recibió el alta médica, se fue del hospital. Sin Diego.
Karina Martínez, la asistente social de Chile Crece Contigo –el programa estatal que entrega apoyo a los padres en riesgo social dentro del Servicio de Neonatología– cumplió con el protocolo. Esperó tres días que la madre volviera. Como no apareció, salió a buscarla. Preguntó por ella en el consultorio, pero la mujer no se había controlado jamás ese embarazo y no había señal de su paradero. Tampoco estaba en el domicilio que inscribió en su ficha médica. La madre de la mujer –es decir, la abuela de Diego– fue quien abrió la puerta y le explicó que su hija no vivía allí hacía cuatro años y que con los dos nietos que ya le cuidaba, estaba sobrepasada. No podía hacerse cargo de uno más.
Cuando Diego cumplió una semana, la asistente social consignó su abandono ante un tribunal de familia. La magistrada emitió una medida de protección para el niño y analizó antecedentes de la biografía de la madre: causas por robo, consumo y tráfico de drogas y varios hijos de padres distintos, uno de ellos dado en adopción en 2010.
Al cabo de un mes, Diego sigue en el hospital esperando que el tribunal decida su suerte: si entregarlo a su familia de origen o declararlo susceptible de adopción. No tiene plazo para fallar. Las enfermeras calculan que podría tardar tres meses, lo más que ha demorado en otros casos similares. Pero podría ser más.
Diego está en su cuna arropado hasta la nariz, mirando el techo. Cada tres horas le dan la leche en mamadera y lo mudan. Una vez al día le toman la temperatura y le humectan los pliegues del cuerpo con algodones remojados en agua tibia. Pero mientras las otras 13 guaguas de la sala se quedan dormidas en brazos de sus madres, a Diego nadie lo besa, ni le canta, ni lo abraza.
–Este es un caso para el doctor Jaar. Tenemos que llamarlo inmediatamente–, dice con firmeza la pediatra jefa del programa Chile Crece Contigo, Giovanna Loguercio, al conocer la historia de Diego y constatar que pese a todos los expertos cuidados de puericultura, Diego está solo, inmensamente solo, en esa sala de paredes rosadas.
Durante meses el doctor Jaar acompañó a una guagua abandonada en el hospital, Javiera, para darle cariño y contención. Cuando la niña fue derivada a una fundación, le cerraron las puertas. El doctor sufrió, se deprimió y tuvo un espasmo de columna que lo dejó inmovilizado. “Si yo estoy sintiendo esto, qué estará sintiendo Javiera”, se preguntó. Por eso, ahora está generando un modelo con familias de acogida, donde el vínculo no termine abruptamente. En la foto, posa con otro bebé del establecimiento.
UN DOCTOR EN ACCIÓN Eduardo Jaar (56) es un siquiatra y sicoanalista especialista en la siquis infantil, fundador de un centro de estudios de la temprana infancia (Ceti), que asesora gratuitamente al Hospital San José desde hace una década. Los últimos 14 años ha hecho un trabajo de observación directa de guaguas y está convencido de que la contención emocional de los padres, a partir del nacimiento y en los primeros seis meses de vida, es determinante en el desarrollo cerebral del niño, por ser este el período en que las personas comienzan a sentar las bases de su identidad.
Según el médico, la soledad que experimenta una guagua abandonada, a la que nadie toca ni arrulla en sus primeros meses de vida, tendría un impacto muy severo en su desarrollo síquico futuro: desde gatillar una depresión o un trastorno de personalidad hasta cuadros de autismo o comportamientos delictuales.
Hace cuatro años, Jaar vivió una experiencia que lo marcó. Observaba durante una hora a los bebés prematuros de la Unidad de Neonatología del Hospital San José; se paseaba de un lado a otro en silencio y alerta a cada detalle de esos niños, fijándose si los padres manipulaban o no a la guagua, si le hablaban o dejaban de hacerlo, si desviaban su atención, y qué sentimientos circulaban en lo que llama “la triada”: padre, madre, hijo. Cuando terminaba una de esas jornadas, escuchó llorar a una guagua. Se acercó y vio que estaba sola en la cuna. Preguntó a las matronas dónde estaban los padres. Y se sorprendió con la respuesta. “No hay padres, la abandonaron”.
Jaar se quedó sin habla. Para él, que había estudiado los daños severos que se producen en la siquis de un niño cuando está privado del vínculo con una figura adulta estable y permanente en el tiempo, el profundo aislamiento de ese bebé le atravesó la piel y se le incrustó en los huesos.
“La soledad que experimenta una guagua abandonada, a la que nadie toca ni arrulla en sus primeros meses de vida, tiene un impacto muy severo en su desarrollo síquico futuro: desde sufrir una depresión o un trastorno de personalidad hasta cuadros de autismo y comportamientos delictuales”, dice el doctor Eduardo Jaar.
Devastado, se dirigió donde la pediatra Giovanna Loguercio para preguntarle cuántas guaguas al año eran abandonadas al nacer en esa maternidad. Ella contestó que en 2013 habían sido 9 y en 2012, 21. Una cifra que nadie podría considerar mínima, aunque la nublen las estadísticas en un establecimiento que atiende casi 8 mil partos al año.
También le explicó que el hospital no contaba con ningún protocolo de atención especial para esos casos, salvo la rutina de cuidados de las necesidades fisiológicas de las guaguas. El personal del hospital estaba acostumbrado a la situación. Jaar vio una catástrofe.
“Lo que me encontré fue un concepto que creía caduco pero que el siquiatra René Spitz inscribió en la literatura médica en 1946 como ‘hospitalismo’: un conjunto de alteraciones físicas y síquicas que padecen los niños a consecuencia de una prolongada hospitalización o institucionalización”, dice Jaar.
Para el sicoanalista el abandono de un lactante en un hospital es particularmente dramático pues el bebé pierde abruptamente contacto con los elementos que le eran conocidos: de estar absolutamente unido a su madre durante el embarazo y reconocer su tono de voz y sus ritmos cardíacos, pasa a un ambiente ajeno y extraño donde es manipulado por una diversidad de personas que si bien toman contacto con él, de ninguna manera reemplazan la presencia de un adulto comprometido.
“Los niños institucionalizados a tan corta edad sufren un doble traumatismo síquico: el abandono temprano de sus padres y la ausencia de una presencia única que les brinde sostén a sus angustias primitivas; lo que es esencial para el desarrollo de su mente. A pesar de que reciben los cuidados médicos, suelen evolucionar con un cuadro de retraso que compromete, a lo menos, el desarrollo sicomotor y el crecimiento pondoestatural (relacionado con la talla y los huesos). El vacío se expresa en un cuadro de Carencia Afectiva Crónica (cuadro de ansiedad acompañado del sentimiento de sentirse desamparado), que se deja ver durante la estadía en el hospital, y luego en la casa de acogida de menores”, explica Jaar.
Los efectos del hospitalismo, según el especialista, se expresan desde los primeros meses de vida: “sufren indiferencia al contacto afectivo con sus cuidadores, somnolencia, ensimismamiento, escasez de sonrisas y de vocalizaciones, desvío de la mirada, malestar al contacto corporal; después, aparecen daños como retardo en la motricidad y en el lenguaje; apatía, o, al contrario, irritabilidad y conductas impulsivas”. Luego, a estas manifestaciones se suman “la depresión del lactante, infecciones que se repiten, conductas alimentarias aberrantes como la anorexia, vómitos sicógenos; problemas severos del sueño”.
Todo esto ya es suficientemente dramático, pero lo que a Jaar le desespera es que para cuando los profesionales responsables hayan podido avanzar en el estudio de la familia de origen del niño y el juez de menores haya podido decidir con respecto a su familia definitiva, generalmente, cerca del año de vida del niño, “estas guaguas abandonadas en una sala de hospital ya presentarán un daño en la constitución de su siquis que podría ser irreversible”.
En 2012 tras conocer a esa primera guagua abandonada en el Hospital San José, Jaar se movilizó. Investigó sobre la realidad de las guaguas solas y se enteró de que algunas madres explicitaban su deseo de darlas en adopción, mientras otras sencillamente se largaban del hospital dejando allí al recién nacido; la mayoría de ellas eran de estrato social bajo, consumidoras de drogas y alcohol, con familias monoparentales desestructuradas, sin redes de apoyo.
“Algunos de estos niños no son ni siquiera inscritos en el Registro Civil por sus progenitoras por lo que no existen para el sistema y no podemos darles de alta sin que un juez nos autorice. Algunos se eternizan en el hospital y el equipo tiende a tratarlos como niños enfermos”, señala la doctora Agustina González, jefa de Neonatología del Hospital.
Jaar pasó noches en vela pensando en cómo aminorar el daño. Y se convenció de que esos niños sumidos en la angustia necesitaban de un acompañamiento, pero que debían brindarlo profesionales externos y no el personal del hospital, que está entrenado para poner una barrera entre sí mismo y sus pacientes. Necesitaba adultos dispuestos a entregarse a esas guaguas por entero, que no activasen sus mecanismos de defensa.
En abril de 2012 le presentó al Hospital San José un modelo piloto de intervención diseñado por él, que consiste en preparar a sicólogos, siquiatras y sicoanalistas ya titulados que quieran especializarse en infancia temprana en la Sociedad Chilena de Psicoanálisis-ICHPA, para ejercer como cuidadores temporales de esas guaguas durante su hospitalización, su estadía en la casa de acogida y hasta ser entregados a una familia definitiva.
El programa estipula que el cuidador visite a la guagua al menos una hora al día, idealmente en los momentos de vigilia y alimentación, y que se haga cargo del niño amorosamente: lo alimente, lo bañe, lo mude, le hable, lo acaricie, lo estimule y lo ayude a conciliar el sueño. Como lo haría una madre.
En coordinación con la Fundación San José, el acompañamiento afectivo puede durar entre 5 y 12 meses, durante los cuales el cuidador debe tomar apuntes después de cada visita y compartirlos una vez a la semana con siete especialistas que, además de testigos de la creación de su vínculo con el niño, lo preparan para la inevitable separación que llegará cuando el pequeño sea entregado a su familia definitiva.
“El bebé invariablemente va a despertarle al cuidador emociones intensas, por eso mientras él contiene al niño debe haber un equipo que pueda contener al cuidador. Al final del proceso, la separación será dura para ambos, pero más vale pagar ese costo, al costo de que el niño no tenga nada”, explica Jaar.
–¿Y ya tiene al cuidador?–, le preguntó Loguercio a Jaar en 2012, con ganas de empezar.
El doctor respondió sin titubear:
–El primer cuidador seré yo.
El equipo de profesionales que ha impulsado este programa en el Hospital San José. De izquierda a derecha: la doctora Agustina González, jefa de Neonatología; Giovanna Loguercio, pediatra jefa del programa Chile Crece Contigo y su matrona coordinadora, Verónica Valdivia.
JAVIERA, SOY TU CUIDADOR La guagua abandonada al nacer que acompañó el doctor Jaar, a fines de abril de 2012 y durante una estadía de tres meses en el hospital, se llamaba Javiera (su nombre ha sido cambiado para resguardar la identidad de la menor). Era una niña de pelo negro, menuda, de piel mate y facciones finas que pesaba 2,1 kilos y que él conoció cuando tenía 15 días de vida. Su madre la había visitado los dos primeros días y luego había desaparecido.
Javiera, que 48 horas antes de conocer al sicoanalista había estado en la UTI, conectada a oxígeno para contrarrestar un cuadro pulmonar agudo, había heredado de su progenitora una sífilis congénita y el síndrome alcohólico fetal, lo que indicaba que su madre había consumido altas dosis de alcohol durante el embarazo.
Cada noche, a las 21:30 horas en punto, Jaar iba a visitarla. La acariciaba y le hablaba constantemente. Quería que los ojos cafés de la pequeña lograran con el tiempo dar señales de que reconocían el timbre de su voz. Pero Javiera, al mes y medio, continuaba rehuyendo su mirada. Y aunque él la estimulaba con sonajeros y se la ponía en el pecho para que reconociera su olor, la niña no reaccionaba. Era excesivamente tranquila, no se quejaba, dormía mucho y no lograba interactuar. “Estaba en su mundo y yo, para ella, era uno más del servicio que la venía a alimentar. Ni siquiera balbuceaba, algo que ya debía estar haciendo al mes de vida”, recuerda Jaar.
El doctor comenzó a pensar que ya era muy tarde para eliminar de raíz el retraso en el desarrollo de Javiera, pero se empeñó en mitigarlo. Incorporó una técnica especial de masaje corporal a su rutina de cuidados y comenzó a bañarla los fines de semana. A los dos meses, Javiera comenzó a salir de su ensimismamiento. Y al tercer mes por fin lo miró a los ojos.
“Mientras el cuidador contiene al niño debe haber un equipo que pueda contener al cuidador. Al final del proceso, la separación será dura para ambos, pero más vale pagar ese costo, al costo de que el niño no tenga nada”, explica Jaar.
Estaban en eso cuando el tribunal dictaminó que Javiera fuera trasladada a una fundación donde estudiarían la posibilidad de que fuera adoptada. En esa fundación, a Jaar le cerraron las puertas.
“Me explicaron que los niños tenían sus necesidades resueltas en ese lugar y que no necesitaban de la presencia de un cuidador. Fue un dolor muy grande. Interrumpieron el proceso justo cuando estaba logrando sacarla del hospitalismo. ¡Nos había costado tanto!”, suspira.
Jaar sufrió. Se deprimió. Un espasmo en la columna lo dejó inmovilizado. Pensaba en que si a él le estaba pasando todo esto, qué sentiría Javiera.
Le siguió la pista a la niña. Pero luego de seis meses la niña fue dada en adopción y ya no supo más de ella. Aunque le dejó sus teléfonos a la fundación para que se los entregara a la familia que la recibiera, con la ilusión de contarles cómo habían sido sus primeras semanas de vida, nunca lo llamaron.
El doctor no olvida a Javiera, pero fue resiliente: había otras guaguas solas que necesitaban de un cuidador.
Siguió adelante con el programa y captó a otros cuidadores a través del taller de extensión en infancia temprana que dicta en la Sociedad Chilena de Psicoanálisis-ICHPA, donde empezó a formar especialistas en acompañamiento afectivo.
La primera cuidadora que formó es Rocío Ruiz (30), una sicóloga titulada en la Universidad de Chile, soltera y sin hijos, a quien preparó durante tres meses con clases teóricas sobre hospitalismo y siquis infantil. Rocío, además, se capacitó en puericultura y fue entrenada para internalizar que en la relación con el niño ella estaría solo de paso: su rol sería siempre de cuidador profesional y no de mamá. En julio pasado estuvo lista para cuidar a un recién nacido.
Ese bebé que le tocó cuidar, fue Diego.
Rocío Ruiz y Diego.
LA AMBIVALENCIA DE DIEGO Cuando Rocío se acercó al niño por primera vez, Diego llevaba un mes en el Hospital.
Cada mañana, a las 10:00, que es el horario en que a Diego le da hambre, Rocío llega al hospital a darle su mamadera. Y se queda dos horas con él. Le toma la temperatura, le saca los chanchitos y lo hace dormir en sus brazos. Al mes de esta rutina, Rocío notó cosas en Diego que le preocuparon.
“Diego es risueño. Desde un comienzo reaccionó con gestos y movimientos cuando le hablaba. Y me pareció un niño bien despierto, pues dos semanas después de acostumbrarnos el uno al otro, él me sentía llegar y estiraba los brazos para que lo tomara o si estaba llorando y yo le hablaba, él se calmaba. Pero hay veces en que siento que él se desconecta, que rehúye el contacto. Tiene las manos muy apretadas y aunque trato de abrírselas con masajes sigue empuñándolas”, dice Rocío.
Esas preocupaciones fueron planteadas en la reunión semanal que tiene con el doctor Jaar y su equipo sobre su acompañamiento. Rocío abrió su cuaderno y comenzó a leerle sus impresiones.
“Lo que tiene Diego se llama estado de ensimismamiento”, le explicó el doctor Jaar. “Puede ser que sea un mecanismo de defensa momentáneo hacia ti. Tú representas una figura ambivalente para él: Diego se alimenta de tu mirada, tú acoges sus ansiedades, y él atesora ese tiempo que pasa contigo e intenta que esa sensación le dure hasta la próxima vez que te vea. Pero no le alcanza. Por eso tal vez se desconecta y aprieta los puños. Lo que está haciendo el bebé es sostenerse a sí mismo a través de ese gesto, está haciendo una autocontención muscular”.
Al día siguiente, cuando Rocío volvió a ver a Diego le hizo cariño en la cabeza mientras dormía y le habló.
–Entiendo tu abandono. Entiendo la devastación que te provoca que tu familia de origen no te haya venido a ver–, le dijo dulcemente a la guagua. –Entonces, por primera vez, Diego abrió sus manos– cuenta Rocío.
Diego ahora tiene tres meses y fue trasladado a la Casa Belén, un centro de acogida para lactantes en Vitacura. Allá Rocío sigue acompañándolo. Y Jaar espera un nuevo llamado avisándole que hay una guagua sola a quien cuidar.
Pero tiene una preocupación. Le faltan cuidadores. Cuando le entregó Diego a Rocío tuvo que elegir cuál de tres guaguas abandonadas que habían en el hospital en ese momento sería beneficiada. Una decisión incómoda. Escogió a Diego porque era el que llevaba más tiempo abandonado, el que probablemente más necesitaba compañía. No tenía voluntarios para trabajar con los otros dos niños. Los está buscando. El suyo es un proyecto sin descanso. El año pasado lo presentó al Fondo Nacional de Investigación y Desarrollo en Salud y el Comité de Ética de la Investigación del Servicio de Salud Metropolitano Norte, lo consideró, unánimemente, “extraordinario por su importancia social y científica”.
Dice la doctora Loguercio: “Pudimos abrir los ojos a un problema que teníamos desde hace mucho tiempo, pero que no veíamos ni dimensionábamos, que nos sensibiliza. Y lo que pasa acá es muestra de una realidad nacional”.
En el Hospital Sótero del Río, donde existe un programa de colocación familiar, entre 6 y 7 niños al año son abandonados después del parto, informa Romina Bustos, asistente social de Chile Crece Contigo en dicha maternidad. En el San Juan de Dios, hay anualmente entre uno y dos casos, dice Solange Ávila, jefa de asuntos institucionales. Consultadas por Paula, las maternidades de los hospitales San Borja Arriarán, y Luis Tisné afirmaron tener casos también. No hay cifras globales, pero el Sename señala que de los 237 niños menores de un año que han ingresado a sus centros de acogida desde 2009, 107 lo hicieron derivados por solicitud de un establecimiento de salud.
“Diego es risueño y bien despierto. A las dos semanas de cuidarlo, me sentía llegar y estiraba los brazos para que lo tomara o si estaba llorando y yo le hablaba, él se calmaba. Pero hay veces en que siento que él se desconecta, que rehúye el contacto”, dice Rocío, su cuidadora.
Se pregunta Loguercio: “Si de la mirada de la madre depende que los niños se reconozcan como personas, ¿qué pasa con aquellos que siguen abandonados en los hospitales sin nadie que los acompañe?”.
* Se buscan familias para acompañar
El programa de Cuidadores Temporales no es el único con que el doctor Jaar quiere combatir los efectos del abandono en los recién nacidos. Ahora, para ampliar los efectos del acompañamiento afectivo, está pensando en un modelo de intervención con familias de acogida.
Se trata de un sistema distinto a lo que actualmente existe en algunas fundaciones de adopción y centros de acogida del país; en primer lugar, porque el programa de Jaar contempla familias voluntarias y no pagadas, como suele ser la norma. Y que estén dispuestas a vivir la experiencia solo una vez, para así asegurar que el acompañamiento al bebé sea un acto de entrega amorosa y no un modo de ganarse la vida o un trabajo rutinario. En segundo lugar, las familias que busca Jaar deben estar dispuestas a acompañar al niño primero en el hospital y solo después llevarlo a sus casas, donde deberán acogerlo hasta que el juez determine que sea entregado a una familia definitiva. Por último, el programa de Jaar ofrece a las familias voluntarias supervisión, asesoría y contención semanal por parte de un grupo de expertos multidisciplinarios.
El programa se está llevando a cabo en coordinación con el servicio de Neonatología del Hospital San José, el equipo de Chile Crece Contigo, Ceti y la Fundación Chilena de la Adopción. Se buscan familias con residencia en la Región Metropolitana, con hijos y en una situación económica estable que les permita dedicarle tiempo al cuidado del bebé. No pueden postular: familias en tratamiento de infertilidad conyugal; que anhelan adoptar un niño; que sufran un duelo reciente por la pérdida de una figura significativa, especialmente un hijo. Tampoco son candidatas las familias sin hijos ni las que hayan tenido una experiencia previa como familia de acogida temporal. Interesados escribir a: jaar.eduardo@gmail.com
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